En este mundo del absurdo, en medio de la desolación pandémica, un pequeño grupo de voces desafinadas entona un coro famélico contra la Iglesia Católica en Panamá.
La Iglesia, que no es simplemente una entidad o una autoridad jerárquica. La Iglesia, que es una comunidad creyente que, con las luces y sombras de todo grupo humano, ha acompañado la vida y la Historia de nuestro pueblo. La Iglesia que SIEMPRE, aún desde sus albores, en los tiempos de la persecución imperial romana, ha acompañado a los más pobres entre los pobres, a ejemplo de su Maestro, Jesucristo.
Y cuando digo "acompañar" no me refiero a marchar en las calles en su nombre ni a escribir tratados ideológicos ni a arengar con discursos. Hablo de fundar casas para atenderlos, de cocinar para ellos, de bañarlos, alimentarlos, brindarles cada vez más cuidados paliativos y hasta curativos, esto último en una fructífera relación de subsidiariedad con el Estado. Hablo de asumir la responsabilidad que ni el Estado ni la sociedad asumen de crear estructuras físicas aptas para la atención de aquellos seres humanos.
Por ese bien ganado lugar en la sociedad panameña, cualquier gobierno estaría feliz de, en una situación como esta, contribuir a que la Iglesia realice una acción tan significativa como la de transportar sobre nuestra ciudad al Arzobispo de nuestra Arquidiócesis, orando por nuestro pueblo, mientras lo alienta a resistir con fe en ese Cristo que, para nosotros, la mayoría de los panameños, quizás no practicantes pero sí católicos, está presente en el Pan y el Vino consagrados.
Pero, gracias a Dios, no todos los ateos y agnósticos ven las cosas con el mismo prisma. Gracias a Dios muchos han entregado sus vidas para servir a los necesitados, precisamente en esos centros de atención, verdaderas obras de misericordia. Muchos son los no creyentes o no católicos o incluso no cristianos, que reconocen esta labor de la Iglesia y aportan recursos y su propio esfuerzo para apoyarla. Y, aunque no compartan nuestra fe, serían incapaces de despotricar contra la Iglesia por respeto a tantos hombres y mujeres comprometidos con el bien común.
El Evangelio de este lunes, 6 de abril, Juan 12, 1-11, precisamente nos retrata esta misma situación y, seguramente, más de un lego en cuestiones litúrgicas pensará que fue un pasaje escogido para responder a los críticos locales. Ellos no leerán estas líneas y no se enterarán que es el pasaje que se lee siempre en todas las comunidades y templos católicos del mundo el Lunes Santo. Pero gracias a esas voces lastimeras, los que seguimos la celebración de la Misa y buscamos el Pan de la Palabra de Dios podemos entender el profundo sentido de esas líneas evangélicas.
Por eso, gracias, Señor, porque a través de esos reclamos nos recuerdas que servirte acarrea cruz, que nadie aplaudirá a un cristiano por lo que haga en favor de su país y de sus hermanos. Y también gracias, porque a través de ellos nos recuerdas que debemos amar al enemigo, a ese que insulta y descalifica.
Recemos todos los creyentes por esas personas, para que el Amor sane sus corazones y, si es su Santa Voluntad, el Señor les conceda la gracia de vivir un encuentro personal con Jesucristo, que cambie sus vidas y sus corazones, como ha cambiado ya el corazón de muchos que ayer lo rechazabamos, de una u otra manera, y hoy vivimos agradecidos por su infinita Misericordia en nuestras vidas.
Amén.