¡Cuánta misericordia tiene
Nuestro Señor Jesucristo con nosotros!
El Espíritu Santo iluminó y guió a los
evangelistas para proclamar la buena nueva a las naciones y Mateo fue, por
excelencia, el evangelizador de los judíos de Israel de esa época, demostrándoles
que Jesús sí es el Mesías esperado, que ellos no supieron reconocer y seguir.
Por eso Mateo resalta que
Jesús reconoce en Juan el Bautista al “nuevo Elías”, anunciado por los
profetas, y que el profetismo de Juan es diferente al de todos los profetas
anteriores, porque Juan fue testigo ocular de la llegada del Salvador.
También me inquietan esas
palabras de Jesús en el verso 12: el
Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan
arrebatarlo. Por una parte, somos testigos de cuánto y con cuánta violencia
se ataca y se persigue la fe cristiana en distintos lugares del mundo. Aquí, en
Panamá, algunos lanzan dardos venenosos a través de las redes sociales contra
los católicos, contra la pronta llegada del Papa Francisco; utilizan los
pecados de laicos y consagrados para pretender descalificar nuestra fe y a nuestra
Madre Iglesia.
A pesar de eso, todos los
días, hombres y mujeres en el mundo dan testimonio de su entrega total al servicio
de Dios en los sufrientes -los pobres, los enfermos, los migrantes, los jóvenes
con dificultades… O a través de la oración permanente o del servicio pastoral
en su comunidad. Personas que ejercen violencia contra sí mismos, renunciando a
sus gustos, sus debilidades, sus comodidades, ayunando, fortaleciéndose contra
el pecado, todo con el propósito de llegar a la presencia de Dios en su Reino.
Ese reino que ya está aquí y que cada uno de nosotros está llamado a construir.
Te doy gracias, Padre, porque
hoy nos sigues llamando, a mí, a mis hermanos de grupo y a todos quienes
escuchan estas reflexiones. Nos haces un llamado personal, directo, en medio de
las circunstancias particulares de nuestras vidas. Y lo haces respetando
nuestra libertad, otorgada por ti en la Creación. “Si quieren creerme” dice
Jesús…
Te pido que nos brindes tu Santo Espíritu para que te reconozcamos en
los hermanos, en la naturaleza, en el arte, en el dolor y en la alegría. Y así,
conmovidos por tu amor, proclamemos jubilosos que tú eres nuestro Dios y que
enviaste a tu Hijo al mundo para nuestra salvación.
Amén.