Mc
1, 40-45.
Un
leproso, en tiempos de Jesús, no era simplemente una persona enferma, como lo
vemos con la mirada de nuestro tiempo. Un leproso era alguien que estaba
pagando por un pecado espantoso, suyo o de sus padres; era portador de una de
las enfermedades más contagiosas, dolorosas y asquerosas que existían.
Por
falta de atención e higiene, sus llagas olían mal; andaba cubierto para que
nadie viera su rostros ni su piel. Sobrevivía fuera de la ciudad, en las
montañas, donde no molestar a nadie. Un leproso era, en fin, un despojo humano,
despreciado por todos y amado por nadie.
Este leproso que interpela al Divino Maestro, muestra una inmensa humildad que
ni el dolor ni el rechazo han borrado. Se arrodilla, suplica… pero respeta la
libre voluntad del Dueño de la Vida.
Y Jesús le corresponde sanándolo. Y, a
pesar de la exigencia de su Señor, corre a contarle a todos que Dios le ha
sanado a través de su elegido.
Ese
leproso realmente quería ser sanado. Me recuerda ese día en que, llorando y de
rodillas, le pedí al Señor que tomara mi vida, porque yo no la
merezco. Pero Él me recordó que había
entregado la suya para darme vida eterna. Y yo salí corriendo, feliz,
asombrado, maravillado, por haber tenido una experiencia personal con la
misericordia de Dios.
Sin embargo, la vida me ha enseñado que la curación es un proceso, que es apenas el inicio
de un camino de conversión y de sanación y que solo puedo mantenerme en ese
camino, perseverando hasta el final, si vivo en oración como nos mostró Jesús
en el pasaje de ayer (Mc 1, 29-39).
Por
eso te ruego, Señor, que me sigas sanando, si quieres… solo si tú
quieres, Señor. Si es tu voluntad. Porque, ¿quién soy yo Jesús, para exigirte, para
convencerte… ni siquiera para rogarte? Si hoy lo hago, Señor, es porque Tú nos
has enseñado que podemos y debemos pedirte, pedir al Padre en tu Nombre. Solo
esa invitación a pedir es una gracia, es un gesto de misericordia de tu inmenso
corazón. Porque, como dice el salmista, “yo soy culpable desde que nací; pecador
me concibió mi madre”.
Pero
no permitas que me quede solo, encerrado, lamentándome y rogando. Muéveme con
tu Santo Espíritu para ir a proclamar tu Nombre a todos los que necesitan de tu
sanación; a llevar tu amor a los que son señalados, rechazados, condenados por
la sociedad y por quienes se creen perfectos.
Que mi pecado y tu misericordia,
sean testimonio que aliente a otros a pedirte su sanación y su conversión.
Amén.