Hoy
vemos a María de Magdala, la discípula, la servidora, la seguidora
entrañablemente agradecida a Jesús por haberla liberado y sanado de muchos «espíritus malignos y enfermedades», como nos
cuenta San Lucas.
María
ha visitado el sepulcro junto a otras mujeres que llevan lo necesario para
terminar de preparar y embalsamar el cadáver del Maestro. También lleva su
pecho preñado de dolor, porque ha sido testigo del sufrimiento de Su Señor.
Con
semejante carga emocional, María encuentra la tumba vacía. Su corazón no
resiste y se desmorona, echándose a llorar desconsoladamente. En ese momento,
no podía recordar las enseñanzas de Jesús; solo podía sentir desesperación al
pensar que se habían llevado el cuerpo de su mejor amigo. Ve ángeles que
intentan hacerla reaccionar, pero ella solo atina a decir que sufre porque se
han llevado a su Señor y no sabe dónde lo han puesto, sin reparar en sus
interlocutores.
Entonces,
ocurre el primer gran regalo, un regalo para ella y para toda la Humanidad: la
primera aparición de Jesús es a esta mujer, a su fiel discípula. En una
sociedad en la que la mujer estaba relegada por debajo del hombre y de sus
bienes, el Hijo de Dios se muestra resucitado, en primer lugar, a María de Magdala.
¡Pero
ella no lo reconoce! Entre las lágrimas de sufrimiento y la imagen de un Jesús
glorificado, que ha recibido una nueva vida, María sigue ciega de dolor.
Me
imagino la sonrisa en el rostro de Jesús, viendo que su gran amiga no lo ha
reconocido.
Entonces, Él le entrega el segundo gran regalo: la llama por su
nombre y entonces María reconoce su voz y por fin reacciona.
Este
hermoso relato me hace pensar en tantas veces en las que el dolor ha destrozado
nuestra fe, nuestra esperanza. Seguro que alguna vez has sentido, tú que me
escuchas, que todo se ha perdido; que no hay solución posible, que ya no hay
nada que hacer; incluso, que la vida no tiene sentido.
Yo
me sentí así una vez en mi vida, hace casi 13 años. Por mis pecados, repetidos
una y otra vez, había perdido a mi familia. Todo lo veía negativo, me azotaba
la culpa y la vergüenza. Pero ahí, en medio de mis lágrimas y mi dolor, recordé
cuánto amor he recibido de Dios a lo largo de mi vida, a través de mis Padres,
de mis buenas amistades, del testimonio de mi hermana y de mis hijos amados. Y
pude comprender con el corazón que Jesús está vivo, que dio su vida y resucitó por
mí y que yo no podía rendirme y abandonar el barco. Lo reconocí a mi lado,
llamándome por mi nombre y enviándome a continuar caminando, pero ahora en Su
Camino.
No
ha sido fácil, he caído y me he desviado, pero no he dejado de buscarle y de
caminar tras Él. Hoy estoy nuevamente con mi familia, de un modo impensado e
inesperado. Hoy continúo sirviéndole, llevando su Buena Noticia a los más
jóvenes, incluso a muchos que no le han conocido aún.
Jesús
te ama, hermano, hermana que me escuchas. Él también tiene un plan maravilloso
para ti, para mostrarte día a día su rostro vivo y glorioso. En esta octava de
Pascua, le pido a Nuestro Señor resucitado que nos permita, a ti, a todos los
que escuchan estas reflexiones y a quienes las producimos, experimentar la
fuerza de su Resurrección en nuestras vidas, para que, como María Magdalena,
escuchemos su voz y lo reconozcamos enviándonos a anunciar a todos que Él está
vivo.
¡ALELUYA!