En
este tiempo tan difícil que nos toca vivir, es inevitable que el dolor de la
pérdida golpee nuestra fe. Sobre todo cuando nos llega un texto como este del
Evangelio. Porque es muy fácil asumir que si hemos orado en comunidad, pidiendo
a Dios por la sanación de un ser querido, Jesús hará lo que le pedimos. Pero,
si no ocurre así, ¿es que Dios no nos escuchó? ¿Es que no somos dignos de ser
escuchados por Cristo?
Es
muy importante observar con detalle el relato de Mateo que la Iglesia nos entrega hoy (9, 1-8): aquellos hombres tenían
fe en que Jesús era el Hijo de Dios y que Él tenía el poder de sanar a su
amigo. Solo por la fe de esos hombres que intercedían ante Él, Nuestro Señor
realizó la sanación más importante, la más profunda. Le dijo primero al
paralítico “ten confianza”, para que desaparecieran la angustia y el temor. Le
dio sanidad emocional. Y luego añadió: “tus pecados te son perdonados”,
abriendo las puertas del Reino de los Cielos para aquel hombre.
Hace
poco, un amigo muy querido al que todos conocimos como “El Funket” sufrió
quebrantos de salud y, durante su atención hospitalaria, adquirió el COVID-19,
que lo afectó gravemente. Sus amigos y compañeros de colegio entramos en
oración por Él, siempre teniendo como premisa que la Voluntad de Dios es misericordiosa
con aquellos que le aman. Y él, mi amigo, vivió precisamente como una lámpara
encendida, iluminando siempre a quienes le rodeaban. Funket logró salir airoso
de su primera afección y empezaba a recuperarse del COVID-19, pero luego de una
intervención, su corazón no resistió más.
Nos
ha dolido mucho su muerte, pero primero, fuimos testigos de que nuestra oración
fue escuchada y él empezó a liberarse de las enfermedades que lo afectaban. Y
aunque en el proceso falleció, los que le conocimos y su familia dimos testimonio
con nuestra oración de que él ha sido un gran padre, gran esposo, gran amigo y
gran profesional. Por eso, tenemos la certeza de que su alma voló hacia los
brazos de Cristo. Finalmente, su partida nos permitió vivir el gozo de saber
cuánta gente lo quería y lo admiraba por su calidad humana.
Los
que creemos en las promesas de Cristo, sabemos que la Voluntad de Dios es
siempre mejor que la nuestra. La vida sigue su curso natural, la enfermedad y
la muerte son parte de nuestra existencia en este mundo y nadie puede
sustraerse a ellas. Por eso, pidamos a Dios que nos dé un corazón grande para
amar a las personas que Él pone en nuestro camino, para que, cuando sea el
momento, tengamos amigos fieles que den testimonio por nosotros ante el dueño
de la Vida. Él se conmoverá, igual que lo hizo ante los amigos del paralítico,
con la oración fervorosa de quienes nos aman y, cuando sea su Voluntad, nos
llevará con Él a la Vida Eterna.
Amén.